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Pisen con cuidado

  • Javier García Toni
  • 26 feb 2014
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 15 nov 2023

Los malos momentos son como los estornudos. No los ves venir, hacen mucho ruido y dejan un reguero de mocos. Yo pensaba en estornudos como quien piensa en borracheras; especialmente en esas que contadas son siempre ajenas y se utilizan como parapeto ante un desperfecto. A mí eso no llegó a servirme nunca, especialmente después de aquel fatídico 25 de mayo, pero la verdad es que tampoco fui nunca de los que se esconden. Ese día llegó cargado de sucesos extraordinarios y vientos enloquecidos, aunque reservó una carga primaveral especialmente alérgica para mí. Los más viejos del lugar lo dicen desde entonces, y —según tengo entendido— lo dirán hasta que mueran: nunca un estornudo sonó tan fuerte.

A mí me gustaba hablar de estornudos cada vez que me preguntaban por algo a lo que no sabía responder. No es que quisiera evitar temas, que también, es que no me apetecía quedar como lo que era: un paleto deslocalizado, venido a menos y con aires de Humphrey Bogart. En la primavera de 2004 yo era un recién llegado, un chico de provincias que mira a la gran ciudad con ganas de darle un mordisco en el cuello. Seguro de mí mismo, aunque sin el gracejo que me presuponía, caminaba por una Gran Vía inusualmente colapsada cuando me sobrevino el peor de los estornudos. Fue de tal magnitud que temblaron las farolas, los teatros y los guardias. Me dijeron que se derrumbaron varios edificios. Eso lo supe luego, en aquel momento no pude reparar en la remodelación urbanística que estaba provocando. Tardé unos minutos en reponerme y recuperar la conciencia de mí mismo. Lo que más me costó fue volver a cerrar la boca, que se me había quedado en estado casi permanente de ‘aaaaaay’ post-estornudo. Cuando volví a abrir los ojos contemplé asombrado a cientos de personas rodeándome. No tenía muy claro lo que era, pero tenían algo raro. Miré absorto a la chica que tenía justo enfrente cuando reparé en las gotas que caían de rostro. El chico de detrás experimentaba el mismo fenómeno y la señora de al lado también. Le pasaba incluso al niño que tenía a la derecha, que todavía se negaba a soltar la mano de su padre como si eso pudiera salvarlo.

La situación era delicada. Mi estornudo estaba derritiendo los rostros de los viandantes y tenía poco margen para escurrir el bulto diciendo que yo no había sido. La escapada se planteaba compleja: estaba rodeado de personas con rostros desfigurados mirándome como se debía mirar a los ejecutados en las plazas públicas. Traté de ganar tiempo y pregunté con voz titubeante si estaban bien. Miré hacia los lados, pero nadie contestaba. Lo repetí, esta vez más fuerte y preguntando directamente a un joven que tenía a la izquierda.

—¿Estás bien?

Y no. No lo estaba. No me lo dijo, pero eso ya lo sabía yo. Intuía que si la cara es el espejo del alma esas almas debían estar cruzando las puertas del infierno.

El proceso de desfiguración avanzaba con más rapidez de lo previsto. Entendí que no contestaba nadie porque las mandíbulas inferiores eran ya una triste broma con reminiscencias de cuadro de Dalí. Yo sólo pensaba en cómo se lanzarían a mí para descuartizarme. Me veía como una piñata en una fiesta infantil, sólo que sin las chuches que premian los golpes. Era mejor hacerse a la idea de que la única posibilidad de salir de allí era ganando tiempo. Tenía que aguantar hasta que las personas se derritieran del todo para poder saltar el círculo pisando entrañas convertidas en algo parecido a velas derretidas. Ya empezaban, de hecho, a quedarse pegadas al suelo. Me tranquilicé: lo peor había pasado.

Todavía, calculaba, quedarían unos minutos antes de que empezaran a resbalar los ojos de los rostros. Las orejas ya no estaban, y las narices empezaban a tocar las barbillas. Pero los ojos seguían en su sitio. Como ya podían hablar, ni casi moverse porque las piernas era todo menos rectas, fijaban sus ojos en mí como intentando decirme algo. Era extraño, porque mientras pudieron no intentaron lincharme, ni siquiera se acercaron. No acababa de entenderlo. Si yo fuera caminando por Gran Vía y empezara de repente a derretirme por un estornudo no me lo tomaría del todo bien. Era curioso, era como si no les importara. Sólo me miraban sin hablar, sin moverse, sin quejarse, sin sufrir, sin emitir ni un triste gesto.

Fue una anciana la que terminó por arrastrar lo poco que le quedaba de cuerpo hacia donde estaba yo. Los ancianos siempre velan por los demás, como si quisieran hacernos ver que el mundo que nos dejan no es tan malo. Me ofreció un pañuelo. Un pañuelo blanco, quizá usado, pero en todo caso viejo. Uno de esos que prefieres no utilizar porque raspa, y ya llevas la nariz en carne viva porque es primavera y te mueres de la alergia.

Intentó hablar. Sólo consiguió balbucear. Por lo que entendí ella estaba más preocupada por mí que yo por ella. Eso sí que no me lo esperaba, la verdad. Los demás asintieron pero sólo una vez, porque a la segundo el cuello ya se quedó pegado al torso.

De repente empezó a vibrarme el bolsillo. Claro, yo había quedado en la Puerta del Sol y ya iba tarde antes del estornudo, con lo que mi retraso empezaba a adquirir dimensiones épicas. Era como esas escenas de las series en las que una inoportuna llamada rompe toda la tensión. Me llamaba mi chica, con la que llevaba saliendo por lo menos dos o tres días. Estaría empezando a preocuparse. No lo saqué del bolsillo, pero miré para abajo. Resultó que yo también estaba en problemas. Descubrí que mis piernas habían adquirido un tono grisáceo y que empezaban a aparecer líneas perfectamente trazadas. Había dejado de sentirlas. Me di cuenta, alarmado, de que me estaba convirtiendo en parte de la acera.

Mi rostro, me di cuenta justo después, también empezaba a transformarse en un baldosín. Me llevé las manos a la frente, en un claro alarde de sobreactuación hollywoodiense, y comprobé que mi cabeza ya tenía el tacto del granito y el frío de las madrugadas de mayo. En ese momento no lo tenía nada claro, pero se conoce que por eso no trataron de matarme. Bastante tenía, pensarían ellos, con ser literalmente absorbido por la ciudad. Que nosotros nos derretiremos, pero su estornudo no quedará impune.

Los malos momentos son como los estornudos. Lo malo es cuando es tan fuerte que tú mismo acabas convertido en moco. Yo quería comerme de un bocado a la ciudad y fue la ciudad la que terminó tatuándome en sus aceras. Desde entonces y hasta ahora he empezado a solidarizarme con los baldosines. Nadie se da cuenta, pero son nuestros intermediarios con la tierra. Salvo en la Gran Vía de Madrid ya casi llegando a Callao, que entonces el intermediario soy yo. Tiene su punto de gracia: estoy encallado en Callao. Se conoce que para siempre, además. Ahora han puesto pantallas con luces que me molestan por la noche, pero aquí tampoco se puede dormir mucho porque el trasiego es 24 horas 7 días a la semana. Lo que más duele es el tacón de aguja; así que por favor, si pueden, pisen con cuidado.

 
 
 

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